14 de abril de 2010

Laca, arte japonés

Laca
La manifestación más maravillosa del arte japonés son los trabajos en laca, en los que, quizás con preferencia a todo, encuentra su expresión el genio propio del pueblo nipón, porque en realidad es tal el conjunto de condiciones necesarias para la producción de una hermosa obra de laca, que en ninguna otra nación del mundo ha podido desarrollarse arte tan difícil. Jamás veremos sin profunda sorpresa que un trabajo tan libre y espontáneo, y, sobre todo, tan delicado, se revele en la sustancia más rebelde, sin duda al alcance de la destreza humana, en una materia creada lenta e imperceptiblemente, capa a capa y a costa de una labor paciente de semanas y meses.
Aunque el europeo hubiese recibido de la naturaleza en el mismo grado e igual don de dibujar con facilidad el arte de la laca, no encajaría en sus aptitudes a causa de que exige una infalible y admirable seguridad de mano y una atención y una paciencia exquisitas. Sólo el oriental es capaz de unir a la imaginación del artista la capacidad técnica y la incansable perseverancia de la hormiga o la abeja. Nada más cierto que cuando se examina de cerca una de esas asombrosas obras japonesas, de detalles tan sublimes y tan perfectamente acabadas, se piensa irresistiblemente en el panal de miel construido por un insecto, que es un alarife sin igual. Mientras que el panal no pasa de ser la repetición de un modelo único e invariable, la obra en laca, de inspiración libre y espontánea, es el producto de una fantasía que se renueva hasta lo infinito.
Es difícil imaginar nada más perfecto que una pieza de laca verdaderamente fina, cuya superficie, suave y transparente, encanta incluso al sentido del tacto; el decorado es sencillo y ligero y tan afinadamente dispuesto, que los mismos espacios vacíos forman parte esencial de la composición.
El conjunto resplandece con el oro de diversos matices, y aquí y allá le presta su nota animada un trozo de nácar, cuyas tonalidades de arco iris despiden iridiscentes fulgores. 
 Aunque la tradición refiere que los objetos de laca se conocieron ya en el Japón el año 392 AC., se puede admitir que ese arte, como los demás, fue importado de China. Al principio se usó para los utensilios vulgares, y la laca sirvió para cubrir los vasos para beber, a fin de hacerlos impermeables, y como la superficie laqueada se pone dura como el vidrio, y es capaz de soportar elevadísimas temperaturas, también se empleó en vasijas de cocina. Esto explica, digámoslo al pasar, la lentitud de los progresos de la alfarería en el Japón, dado que el japonés, en vez de nuestras vasijas de barro o vidrio, utilizaba otras laqueadas. La armadura del viejo guerrero japonés era, con frecuencia, de cuero recubierto de laca y su espada iba dentro de una vaina laqueada. Comía en un plato laqueado, bebía en una copa laqueada y se paseaba en un carruaje laqueado.
La laca es un producto natural, una goma segregada por el árbol urushi (rhus vernicífera), o sea una especie de zumaque.
 La de clase más fina se obtiene de los árboles muy viejos, pero como la sangría del tronco y la extracción repetida dela savia hacen morir al árbol, era necesario reemplazarles frecuentemente, por lo que en los tiempos medioevales una ley obligaba a los propietarios a plantar cierto número de árboles cada año, a la vez que la exportación de laca se hallaba terminantemente prohibida. Los comerciantes holandeses de Nagasaki no tenían permiso para incluirla en sus cargamentos de artículos de loza y porcelana, con la excepción de algunas piezas de calidad inferior, fabricadas especialmente, como los productos de Imari, para los mercados europeos. En realidad, se puede afirmar que hasta la Exposición de París de 1867 no se vieron en Europa lacas verdaderamente hermosas.
Se ignora la época en que empezaron los trabajos artísticos en laca. Los ejemplares más antiguos que se conservan se encuentran en los templos Todaiji y Shosoin, de Nara, y datan de los siglos VI y VIII. El siglo X produjo obras interesantes, pero, sin embargo, hay que pasar al siglo XVII, después de que el país, tras las calamidades de la guerras civiles, se pacificó, bajo la soberanía enérgica y prudente del Shogun Tokugawa Ieyasu, para buscar el esplendor positivo del arte del laqueador. Esto significa que para el arte de la laca, como para las demás artes menores, el período Tokugawa marca el apogeo del pleno desarrollo.
El procedimiento para trabajar en laca es largo, monótono y está erizado de dificultades técnicas. Primeramente se trata de hacer el maderaje de la caja o del objeto a laquear, para lo que se usa una madera escogida llamada por los japoneses hi-no-ki, la cual no se resquebraja nunca y es apta para recibir un pulimentado perfecto. Estos objetos de madera son modelos de bella ebanistería, a menudo menos gruesos que un cartón, pero ajustados de manera sorprendente. Suelen estar provistos de un refuerzo de tejido de cáñamo y recubiertos de una capa o dos de una pasta a base de laca, y enseguida se les pasa por una aguzadora para obtener una superficie completamente lisa, que los haga propios para ser laqueados.
A continuación, con un pincel plano de pelos cortos, por lo general de pelo humano, se aplica la laca en una capa delgada y uniforme y se pone el objeto para que se seque, operación que en ocasiones dura doce horas y hasta varios días. La laca tiene la particularidad de que se seca mejor en una atmósfera húmeda, porque la humedad del aire exterior absorbe la que existe en el interior de la sustancia. Por eso los artículos laqueados se meten para que se sequen en una especie de caldera de vapor, y conseguido esto se sacan de ella y se alisa y pulimenta su superficie frotándola con carbón vegetal. De esta manera se van superponiendo una a una varias capas de laca, y el pulimentado definitivo se da con una ceniza fina de cuerno de venado calcinado, que se aplica con los dedos.
Tales son las complicadas operaciones que se necesitan para la fabricación de una pieza de laca negra, lisa y sin ningún adorno. Para producirla hay que hacer treinta y tres operaciones, y cada una reclama una habilidad y una delicadeza extraordinarias. Cuando se trata de una pieza muy ornamental, el número de operaciones puede llegar a sesenta, porque los procedimientos decoradores son múltiples y variados, y con frecuencia se emplean concurrentemente en la misma obra.

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